viernes, 15 de abril de 2016

Arrullo



No logré imaginarte en todo el tiempo de la espera, siempre fuiste bruma, nostalgia, alegría teñida de miedos. Y luego, llegaste cuando ya no te esperaba, cuando parecía que el tiempo había ganado la partida y me había quedado detenida entre un segundo y otro.
Lo curioso es que no logré sentirme como debería: ni más completa, ni realizada; no había epifanía que me convirtiera en santa, ni era más sabia, ni tenía ganas de sacrificarlo todo.
Después de tanto sólo me sentía cansada con un algo indefinible que crecía muy dentro, como una pequeña luz, como un latido. Y luego te vi. No fue una visión hermosa y subyugante, no solté el llanto ni me extasié con tu belleza. 
Perdona, pero no te veías nada lindo hinchado y azul, afortunadamente eso fue cambiando.
Hoy te tengo entre mis brazos y todo es inesperado. Cada día descubro algo nuevo en ti, aprendo algo contigo, me divierto, me sorprendo, me cuestiono. No espero que te quedes conmigo toda la vida, es más deseo que crezcan tus alas fuertes y hermosas para que tu vuelo sea prolongado y lejano.
Sí, yo te traje a este mundo, pero tú tendrás que conquistarlo.


Este primer arrullo lo escribí tres meses después del nacimiento de mi hijo. Nada fue como lo esperaba. Después de 8 años de desear ser madre, cuando por fin me embaracé fue una zozobra permanente. Todo mi embarazo fue complicado, con una constante amenaza de aborto, así que cuando por fin llegó el día tenía miedo, un miedo terrible de que todo saliera mal, de que al final sólo fuera un sueño truncado más y luego quedara el vacío.
Quizá por eso mis primeros días no fueron de sorpresa, sino de adaptación, o mejor dicho de aceptación. Era madre, en verdad era madre. No había pasado nada. Me sentía una extraña en mi propia vida, una espectadora más de algo que no me estaba pasando a mí.
No sé si otras madres se han sentido igual, pero fue un shock, un trauma. Algo totalmente desquiciante.
Al menos los primeros días.
Después todo se asentó, muy poco a poco. Sin embargo no nacía en mí ese instinto maternal que te impulsa a darlo todo por ese alguien que salió de muy dentro tuyo. Lo buscaba y lo buscaba y no había nada. Ese pequeño ser era simpático. Se sentía bien cargarlo. Era lindo verlo dormir. Pero lloraba todo el tiempo y no sabía siempre por qué. Era desesperante no lograr comunicarme con él, no poder calmarlo, sentir que era algo tan ajeno a mí. Ver que para su padre era simple, lo tomaba en brazos y lo arrullaba, y el pequeño dejaba de llorar; pero no conmigo, eso no sucedía conmigo. 
Temía a cada rato lastimarlo, hacer algo incorrecto, perderlo de alguna manera.
Y luego me sentía anulada. Como si hubiera quedado relegada a algún rincón porque lo más acuciante eran las necesidades de ese pequeño bulto.
Fueron tres largos primeros meses para que ese niño fuera convirtiéndose en mi hijo. Fueron 90 días para que la idea por fin se asentara en mi mente. Para que me diera cuenta que no era un sueño, que no iba a desaparecer en la nada, que era cierto, estaba ahí y tenía con él todo el mundo por delante.
Después, después todo fue un poco más sencillo, ya se iría complicando incluso antes de lo que esperaba.

1 comentario:

  1. Amiga, ojalá ahora sí se vea mi comentario, jeje. Creo que cuando pasamos por una situación así, en donde nos dicen a cada momento que no nos ilusionemos porque lo peor puede pasar, al llegar al final del camino y ver a nuestro bebé no nos lo creemos del todo, es como si no pudiéramos desactivar ese mecanismo de defensa que operó en nuestro corazón por tanto tiempo. Felizmente con el tiempo nos damos cuenta de que de verdad está ahí nuestro nene y que ya tenemos ahora razones por las que sentirnos contentas. Lo logramos =)

    ResponderEliminar